En el último tiempo y en el contexto de la polarización generada por las elecciones nacionales asistimos a un aumento de la violencia política en Argentina. Esta violencia se ejerce sobre militantes de izquierda o del campo popular, organismos de derechos humanos, periodistas, mujeres, lesbianas, gays, travestis, trans, no binaries, judíxs, sindicalistas, entre otras personas que están en la mira de la derecha fascista.  

Este fenómeno no es propio de nuestro país, si no que forma parte del gran desarrollo de la ultraderecha a nivel global que tiene como referentes a Donald Trump, VOX en España, Giorgia Meloni en Italia, Marine Le Pen en Francia, Geert Wilders en Países Bajos, entre otros, que se manifiestan con políticas anti-inmigratorias, islamofobia y machismo. Mientras que en nuestra región este proceso se expresa con los Bolsonaro en Brasil, Kast en Chile, López Aliaga en Perú o Bukelé en El Salvador. El crecimiento de la violencia política en América Latina aparece por ejemplo, en Ecuador y Brasil con el asesinato a dirigentes políticos y más específicamente en este último país con el ataque a personas pertenecientes al colectivo de las disidencias sexuales. 

Con el progreso de la extrema derecha en nuestro país de la mano de Javier Milei y el Pro, la violencia política fue pasando del discurso a la acción. Pasaron desde lo simbólico de llevar una guillotina a marchas opositoras al gobierno de Alberto Fernández a dispararle en la cabeza a la vicepresidenta Cristina Fernandez. 

Las mujeres y las disidencias sexuales acostumbramos a vivir una violencia histórica en los espacios de organización. La misoginia, el racismo, la homofobia y los límites en el acceso y la permanencia o la falta de igualdad de oportunidades en la política no son nuevos. Sin embargo, esta vez, además de lo mencionado, la violencia tiene una nueva característica que es la habilitación de los dirigentes para ejercerla. En primer lugar, por sus propios comportamientos violentos que funcionan como modelo de una nueva forma de hacer política. Por ejemplo, cuando Javier Milei se refiere a sus opositores como “mogólicos” o “hijos de puta” abiertamente en los medios de comunicación. Y en segundo lugar, por el pedido explícito de enfrentamiento civil. Mauricio Macri llamó a los jóvenes que votaron a Milei a defender su gobierno en las calles frente a la posibilidad de que las medidas económicas provoquen manifestaciones populares. El nuevo oficialismo reformula ahora su histórico adversario: los “planeros”, convirtiéndolos en “orcos” y quitando cualquier vestigio de humanidad que pueda quedar en quienes en definitiva, no son ni más ni menos que el pueblo empobrecido.  

Muchas veces en la conversación social se escucha la afirmación de que “hay violencia de ambos bandos”. Por más inocente que suene esta afirmación es problemática por varios motivos. No es lo mismo tuitear que un libertario es un virgo que poner un papel en la mochila de una referente de centro de estudiantes que diga “vas a ser la desaparecida número 8001”. No es lo mismo decir que las feministas son todas trolas o que “no me representan” que agarrar a patadas a una maestra por ser lesbiana. De la agresión verbal se pasó a la física. No es que haya una agresión mejor que otra, ambas son nocivas para la convivencia democrática, de hecho, la violencia simbólica es la condición de posibilidad de la física, pero se atraviesan nuevos límites que antes no estaban tan naturalizados como posibilidad. 

Los militantes de la ultraderecha hacen amenazas de muerte y recurren a figuras que simbolizan el terrorismo de estado como el falcon verde para evitar la libre expresión de ideas. Días después de decir que no apoyaría la candidatura de Javier Milei en televisión, el presidente de la juventud radical porteña, Agustín Rombolá, recibió fotos de él mismo entrando a su casa junto con amenazas de muerte. 

De la mano del negacionismo de Victoria Villarruel y Javier Milei volvió el terror como forma de hacer política amedrentando a quienes no los apoyan. Una de las características de la violencia política durante el último tiempo es la vandalización de sitios de memoria, la reivindicación de la dictadura y algunos de sus exponentes -como cuando Villarruel reivindicó al represor Juan Daniel Amelong que cuenta con tres cadenas perpetuas por delitos de lesa humanidad-. Junto con la ilusión de los genocidas de ser liberados la ultraderecha trajo la normalización del deseo de exterminio físico del adversario político. 

Frente a la divulgación de ataques a activistas del campo popular, militantes feministas y de derechos humanos, referentes sindicalistas de parte de militantes de derecha aparece el miedo en quienes simbolizamos eso que buscan eliminar. Estas prácticas tienen consecuencias sobre las instituciones democráticas y también sobre los cuerpos de quienes las habitamos. El miedo es una respuesta humana entendible porque, como afirma Rita Segato “el capital hoy depende de una pedagogía de la crueldad”. Las violencias de las que se alimenta esta pedagogía son ejecuciones ejemplares en el ojo público que nos acostumbran al espectáculo de la crueldad. Cuando atacan a una abuela de plaza de mayo buscan dar un mensaje que va más allá de la individualidad de la persona agredida, se trata de un golpe a la lucha colectiva. 

Nos enfrentamos al desafío de advertir y contar las situaciones violentas sin caer en la pedagogía de la crueldad, sin cuantificar casos desde la despersonalización y sin transmitir desmoralización que nos paralice. A pesar de a veces sentir miedo, -que es una posibilidad de respuesta- no debemos permitir que nos amedrenten. Para eso, una alternativa puede ser acompañar estas noticias con ideas de autocuidado y formas de organización. En este momento que se abre necesitamos ponernos a pensar cómo vamos a pedir ayuda en caso de ser agredides y cómo vamos a estar para les otres en caso de que requieran nuestro acompañamiento. Es momento de autogestionar la protección, fortalecer los vínculos, romper el aislamiento, la quietud y la desorganización. Frente al fascismo siempre lucha y organización. 

Nos tenemos. 

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