Para un pueblo que falta

“El pueblo es una potencia creadora, oprimida por los prejuicios, el egoísmo y la inconsciencia de una sociedad corrompida. […] El porvenir de la humanidad nace de abajo como todo ... Sube del pueblo, crece del pueblo, con la vitalidad del vegetal desarrollado en una tierra, virgen ... Y el pueblo mismo es una tierra virgen, una vigorosa tierra, llena de pechos y metales para forjar el porvenir”. Nicómedes Guzmán. Narrador, poeta y novelista chileno, pero sobre todo: hijo del pueblo.

Hace 209 años un pueblo argentino se liberaba del yugo extranjero. Hoy, no tengo certezas al nombrar ese concepto llamado pueblo. Ese pueblo que hemos enunciado tantas veces en declaraciones, posicionamientos o recordatorios, o ese pueblo que proponian líderes como Manuel Belgrano cuando sugirió que nuestro territorio debía ser gobernado por un descendiente de los pueblos originarios, abrazando junto a otros revolucionarios como San Martín y Güemes el Plan Inca, me hace pensar en un pueblo que falta.

 

Me parece propicia la advertencia de desconcierto, la encuentro coherente, honesta y necesaria para establecer una conversación directa y fraternal con quienes no vienen a las páginas a buscar una mera descripción de los hechos, una concatenación de versos rimbombantes que evocan bombos y platillos y actos escolares o casitas de Tucuman hechas en papel mache, ni tampoco buscan un sedante.

 

En cambio me propongo y les propongo a los lectores y lectoras un ejercicio de asunción del desconcierto, que dejemos de querer acomodar cosas en lugares comunes. Guattari diría que un estado caosmico, crítico, alejado del reduccionismo nostálgico que claro, siempre será un lugar seguro donde refugiarse ante la orfandad pero que a la larga o quizá muy corta distancia nos encuentre repitiendo una historia que siempre se torna cíclica.

 

¿Por qué? Porque quizás haya una posibilidad de redefinirnos mejor, de asumirnos en completa crisis y desde ahí ensayar nuevos horizontes que en lugar de nombrar y narrar lo ya conocido y explorado nos permita pensar una nueva forma de liberarnos, de independizarnos de los males que hoy nos aquejan.

 

¿Qué es lo que nos caracteriza como pueblo? ¿Que nos hace nombrarnos de esa forma y no de otra? Pensemos en los signos que lo constituyen, podemos hacer algunas asociaciones. Pensemos si hoy día siguen vigentes. Pensemos que hubiese pasado si nuestras identificaciones fueran otras. 

 

Decir que hay un pueblo que falta no es negar el pueblo existente, con toda su idiosincrasia, tradiciones, valoraciones o identificaciones que lo hacen sentirse parte de algo, que lo unen en torno a algo que creen los nombra. Es decir que ese pueblo es un fragmento de la realidad, no es toda la realidad. Es decir que el pueblo es un devenir y que esa es la única forma de mantener vivo el significado. Hubo un pueblo, pero un pueblo siempre está emergiendo. 

 

Eso las derechas lo saben muy bien, ya lo hemos visto en los resultados electorales del año pasado y no es mi intención hacer énfasis en análisis electoralistas, mas si me interesa poner sobre la mesa que hay un proto- pueblo que aún no encuentra una lengua propia, no habla de un retorno ni busca uno u otro extremo, está huérfano. Decir un pueblo que falta es entonces decir, no es suficiente con lo que existe. ¿Seremos capaces de interrogar las condiciones que han comenzado a producir en el país una división manifiesta entre el pueblo y la multitud anónima?

 

Somos anónimos y anónimas porque hablamos una lengua menor. Buscamos inscribir en la superficie nuestro propio lenguaje, amplificar nuestra propia voz, somos aún un embrión, un pueblo sin rostro que pugna por encontrar un espejo.

 

Naturalmente, a los que pensamos así se nos acusa de vanguardistas, de alejarnos del pueblo que necesita “ser guiado” (como si no fuéramos parte de él) hacia un presente mejor pero del que insólitamente muy pocas veces podemos tomar partido, no en las formas en que nuestra lengua menor lo demanda, sino que siempre estamos subordinados a esa narrativa mayor, que últimamente ya no nos narra.

 

¿Nos ocupamos de que se vayan los malos, o nos ocupamos de construir algo mejor?

 

En la política imperante entendida únicamente como la competencia entre grupos de interés no existe hace mucho tiempo una narrativa que produzca un parteaguas para una construcción de un poder del pueblo real. Las buenas intenciones y las promesas no alcanzan, el relato se agota ante la globalización acelerada y entonces si solamente es posible lo que está, corremos en círculos sobre la catástrofe.

 

Yo pienso honestamente que nuestra tarea no es esencialmente política, en los términos que menciono arriba, sino que es filosófica. Se trata de pensar en los modos de existir en el mundo, no de sobrevivir a él. No se trata de volver, se trata de devenir mejor. Apelar a una discusión filosófica que edifique una nueva construcción argumentativa, que aprendamos a hablar nuestra propia lengua con una potencia que produzca puntos de fuga, invariantes, que esa otra lengua mayor se encarga de aplastar.

 

Si la realidad es plástica, si lo real no está efectivamente dado, ¿cuál va a ser el carácter que le vamos a imprimir a eso que está por ser? ¿Cuál va a ser el norte de la voluntad política?

 

Un pueblo que falta no es un pueblo que no tenemos, sino que en los términos que lo explican Deleuze y Guattari se refiere a algo que hoy necesita ser prácticamente redescubierto. La representación que de ello se realizó en los diferentes momentos fundacionales del siglo pasado ha dejado de ser convocante. Y el desafío de apreciar cómo todo ello sobrevive, sin embargo, aún en la más completa ausencia de señales, es el de un pensamiento que se atreve a dejar atrás la nostalgia sin romper por ello con el pasado.

 

Todo este maldito sistema está mal

 

En otro artículo que escribí aquí (“Es la democracia liberal, estupidx”) hice algunas observaciones sobre la democracia representativa que caracteriza el ordenamiento de nuestro Estado- Nación, sus instituciones, su sistema de partidos, los derechos, garantías y obligaciones de la sociedad, incluso su subjetividad ciudadana. Nótese que siempre hablamos de ciudadanía, no de comunidad. No es un dato menor. Los principios que sustentan la “democracia” moderna que aún impera en nuestro país limita a sus habitantes/ciudadanos a una vida participativa desde la institucionalidad: pasiva, estática y procedimental. Robert Dahl (1989) dice que lo que estamos nombrando como democracia es en realidad poliarquía, que significa el régimen democratico posible. Incorpora a los ciudadanos a la vida política utilizando el Estado como instrumento para mejorar el orden social, a la vez que le otorga a estos libertades civiles, políticas y/o derechos. Hasta ahí todo muy bien, pero qué pasa con los derechos económicos, sociales, culturales, ambientales. ¿En qué lugar del Estado Nacional quedan nuestros pueblos originarios, nuestros recursos, nuestra capacidad productiva y su planificación desde quienes habitan la tierra? Todas las consignas que ordenan nuestra vida diaria nos definen como “ciudadanos iguales ante la ley”, algo que por supuesto no hay que ser muy ducho para darse cuenta que dista bastante de la realidad. La democracia representativa nos ubica como ciudadanos que necesitan de agenciamiento, de un otro u otros que amplifiquen nuestra voz, que eleven nuestras demandas y las hagan efectivas en el gran estamento de la legalidad que es el Estado. Decimos que somos libres porque podemos sufragar regularmente, podemos aspirar a ser elegidos como representantes del pueblo o asociarnos al sindicato que más nos merezca la gana. La pregunta es: ¿es solo eso democracia? 

 

Si la democracia es una virtud que sirve como modelo, si hablamos de posibilidad, eso quiere decir que existen otros lentes desde donde mirar el horizonte de lo posible. Si queremos colocarnos esos lentes filosóficos, si optamos por corrernos de las definiciones minimalistas que la ciencia política tradicional ha hecho sobre este concepto podemos abordar a un análisis más profundo, que ponga el eje en concepciones más participativas, mas deliberativas y más emancipadoras. Mientras desde arriba se sigue pujando por la incorporación a la estructura de poder mediante elecciones, el capitalismo se sustenta de ella y nos degrada la vida. No hay ruptura, no hay acontecimiento, no hay independencia.

 

Por la segunda y ¿definitiva independencia?

 

Primero hay que asumir que se está contra el tiempo, contra todo lo que representa este tiempo, pero saber crear un percepto nuevo. Crear algo superiormente valioso pero no en los términos que lo conocemos, algo que nos trascienda, que pueda batallar con las formas nuevas que adopte el capitalismo infinitamente, y que un día por fin, lo venza. Hacer de nuestra vida un hecho artístico, producirle dolores de cabeza al poder en el más completo estado de gracia. Reírnos en su cara, brindar entre las ruinas y las urnas, tener siempre listo el lápiz o el revólver, lo que sea necesario. Porque esto no acaba aquí, mi querido. La independencia es siempre un fruto que osarán prohibirnos.