Perú atraviesa nuevamente una de esas encrucijadas que parecen no tener fin. Tras la destitución de Dina Boluarte, el Congreso colocó la banda presidencial a José Jerí, un político sin votos, sin legitimidad y con un prontuario que simboliza el agotamiento del sistema. No hubo elección, ni consulta, ni un mínimo gesto de respeto hacia la ciudadanía: apenas un pacto entre élites para preservar sus privilegios.
El nuevo mandatario, que asumió el 10 de octubre, arrastra acusaciones por violación, peculado y enriquecimiento ilícito. Según testimonios empresariales, Jerí operaba en el Congreso como un lobista profesional: cobraba hasta 300.000 dólares por facilitar la aprobación de proyectos de ley. Con ese método, pasó en pocos años de vivir con sus padres a comprar un departamento de lujo en Lima y dos casas de playa.
Lejos de la austeridad o la ética pública, Jerí representa la continuidad de un poder que se recicla a sí mismo. Su trayectoria resume el deterioro moral de una clase política que, en menos de una década, ha tenido ocho presidentes —solo dos elegidos por voto popular.
A pesar de este prontuario, Jerí ha logrado asegurarse apoyos estratégicos: cuenta con el respaldo del bloque parlamentario que reúne a la ultraderecha liberal y al oficialismo residual de Perú Libre, la simpatía de los grandes grupos empresariales y el blindaje de los medios hegemónicos. También se ha garantizado la fidelidad de las Fuerzas Armadas, una alianza que parece suficiente para sostenerlo… por ahora.
En cambio, lo que no posee es legitimidad social. Las calles lo saben y lo gritan. Desde su juramentación, Lima y otras regiones se han convertido en escenario de multitudinarias protestas que expresan la rabia acumulada tras años de abuso institucional. Estudiantes, transportistas, trabajadores y jóvenes precarizados exigen su renuncia y el fin de un modelo político corroído por la corrupción. La respuesta del Estado fue la de siempre: represión, muertos, heridos y un nuevo estado de emergencia decretado por el premier Ernesto Álvarez.
Pero las movilizaciones no son nuevas. Desde la caída de Pedro Castillo por un golpe parlamentario, en 2022, Perú vive un ciclo de resistencia popular que no se apaga. Son marchas diversas, fragmentadas, sin liderazgo único ni programa común, pero unidas por un mismo sentimiento: el hartazgo ante un sistema que no representa a nadie.
A siete meses de las elecciones generales de abril de 2026, no se vislumbra aún un liderazgo capaz de canalizar este descontento. La oposición institucionalizada no logra conectar con la ciudadanía, mientras la calle desconfía cada vez más de las urnas. En este vacío, el poder sobrevive, aunque sea tambaleante.
El Perú de hoy parece atrapado en un círculo vicioso: presidentes sin legitimidad, congresos sin credibilidad y una ciudadanía que, pese a todo, sigue saliendo a las calles. Tal vez ahí, en esa persistencia de la protesta, resida la única esperanza de cambio real.