El adiós de la URSS: cuando la dirigencia traiciona al pueblo

A 34 años de la disolución de la URSS, el fin del primer Estado socialista no aparece como una derrota popular sino como una traición consumada desde la cúpula dirigente, en abierta contradicción con la voluntad mayoritaria expresada en el referéndum de 1991. La restauración capitalista, impulsada por la burocracia y el imperialismo, dejó lecciones vigentes para las luchas actuales: sin democracia obrera, control popular y combate a la burocratización, ningún proyecto socialista está a salvo.

27.12.2025

El 25 de diciembre de 1991 marcó el final formal de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), el primer Estado socialista de la historia. La disolución fue anunciada por Mijaíl Gorbachov luego de la separación de las principales repúblicas federadas, en una decisión tomada a espaldas del pueblo soviético, que apenas nueve meses antes se había pronunciado mayoritariamente por la continuidad de la Unión en el último referéndum nacional.

 

La liquidación de la URSS no fue el resultado de una insurrección popular ni de una derrota militar, sino de una derrota política provocada desde arriba, impulsada por sectores de la dirigencia soviética aliados al imperialismo occidental. Boris Yeltsin, al frente del proceso separatista desde la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, contó con el respaldo explícito de Estados Unidos y sus agencias de inteligencia para avanzar en la restauración capitalista y la balcanización del Estado multinacional soviético.

 

En marzo de 1991, el 76 % de los votantes se expresó a favor de mantener la Unión Soviética como una federación renovada de repúblicas socialistas soberanas. Sin embargo, ese mandato popular fue ignorado. En diciembre de ese mismo año, la firma del Tratado de Belavezha por parte de Rusia, Ucrania y Bielorrusia disolvió de facto la URSS. El 25 de diciembre, Gorbachov formalizó la decisión, dejando sin efecto la voluntad mayoritaria del pueblo soviético.

| La restauración capitalista y la represión política

La destrucción del legado socialista no se consumó sin violencia. En octubre de 1993, ya bajo el gobierno de Yeltsin, el Ejército ruso bombardeó la Duma (Parlamento) con diputados comunistas y opositores en su interior, consolidando por la fuerza el nuevo orden capitalista. Durante toda la década de 1990, Rusia vivió bajo un régimen autoritario, con fraudes electorales sistemáticos, proscripción de manifestaciones y persecución al Partido Comunista.

 

La llegada de Vladimir Putin al poder estabilizó el capitalismo ruso, combinando autoritarismo político con una recuperación parcial de la soberanía estatal. A través de la apropiación de símbolos, discursos y estética de la vieja URSS, Rusia Unida logró captar parte de la base social comunista. Incluso el Partido Comunista de la Federación Rusa (PCFR) pasó, tras décadas de oposición, a una alianza de “apoyo crítico” al gobierno, especialmente en el marco del conflicto en Ucrania y la lucha contra el avance del bloque nazi-fascista respaldado por la OTAN.

| Un derrumbe con raíces profundas

Aunque la figura de Gorbachov sintetiza el final de la URSS, el proceso de descomposición comenzó décadas antes. Las purgas bajo el liderazgo de Stalin liquidaron a gran parte del Comité Central que había acompañado a Lenin, debilitando la democracia interna del partido y fortaleciendo la burocracia. Más tarde, el giro revisionista de Nikita Jrushchov profundizó esa tendencia, promoviendo acuerdos con Estados Unidos y abandonando principios centrales del socialismo, bajo el discurso de una “coexistencia pacífica” que ocultaba prácticas socioimperialistas.

 

Este viraje provocó rupturas con Yugoslavia, Albania y China, entre otros procesos revolucionarios que denunciaron tempranamente el revisionismo del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS).

 

Con la llegada de Leonid Brézhnev en 1964, se produjo una relativa estabilización, con avances sociales y mejoras en las condiciones de vida de la clase trabajadora. Sin embargo, la burocracia se mantuvo intacta. Tras su muerte, la crisis de liderazgo se profundizó: Yuri Andrópov y Konstantín Chernenko gobernaron brevemente antes de fallecer, sin lograr encarar reformas estructurales. Andrópov llegó a esbozar una posible reforma económica al estilo chino, pero nunca se concretó.

| Gorbachov y la implosión final

En 1985 asumió Mijaíl Gorbachov, cuya gestión aceleró el colapso. El desastre de Chernóbil en 1986, la alineación con Estados Unidos, la glásnost como apertura ideológica al liberalismo occidental y una perestroika mal planificada que habilitó la propiedad privada y el ingreso de capitales extranjeros erosionaron los cimientos del Estado socialista.

 

La caída del Muro de Berlín en 1989 fue celebrada por liberales, trotskistas y sectores de la llamada “nueva izquierda” como una victoria, mientras avanzaban las llamadas “revoluciones de colores” en Europa del Este y el desmantelamiento de los Estados socialistas.

 

Entre el 19 y el 21 de agosto de 1991, un sector del aparato estatal y de la KGB intentó frenar la disolución de la URSS mediante un golpe fallido. Aunque representaban a la vieja burocracia brezhnevista y no ofrecían una salida revolucionaria, ese intento expresaba, al menos parcialmente, la voluntad del pueblo soviético que había votado por mantener su patria socialista.

| Balance y lecciones para el presente

La caída de la URSS no fue solo una derrota histórica, sino una advertencia. La experiencia soviética —al igual que la yugoslava, checoslovaca, alemana o albanesa— demuestra que la burocratización de los partidos comunistas en el poder conduce, inevitablemente, a la ruptura entre dirigencias y bases, y abre el camino a la restauración capitalista.

 

En ese marco, también debe leerse la responsabilidad de sectores de la izquierda que apoyaron la disolución bajo la consigna de una supuesta “revolución sobre la revolución”. Incluso dirigentes trotskistas que luego reconocieron el error de esa lectura han señalado las consecuencias catastróficas que tuvo para los pueblos del ex espacio socialista.

 

Desde una perspectiva marxista, la principal enseñanza de la URSS es clara: sin democracia interna bajo el Centralismo Democrático, sin control obrero y sin combate permanente a la burocracia, los proyectos socialistas quedan expuestos a la traición desde arriba.

 

La Unión Soviética no volverá. Pero su experiencia sigue interpelando a quienes luchan por la emancipación de la clase trabajadora. El socialismo no es un recuerdo del pasado, sino el horizonte histórico de los trabajadores y campesinos que enfrentan, aún hoy, la explotación capitalista y el imperialismo.