
Fidel irrumpió con la potencia huracanada que es propia del Caribe. En el medio de la dictadura decadente de Batista, protagonizó junto con un puñado de hombres y mujeres el asalto al Cuartel Moncada y así quedó inmortalizado el 26 de julio como una fecha de rebeldía en el continente. Fue una derrota transitoria que terminó siendo victoria.
La cárcel no fue un impedimento para que siguiera planificando la Revolución. Allí siguió recibiendo visitas y escribiendo cartas para mantenerse comunicado con el exterior. Cuando salió de prisión, viajó a México a reunir el dinero y los hombres necesarios para volver a Cuba en el desembarco del Granma. Una vez más, un número muy reducido de revolucionarios eran la punta de lanza para iniciar el camino de la liberación nacional.
Tanto en el Moncada como en la Sierra Maestra, Fidel no fue sólo un combatiente armado. Fue primordialmente un político que entendió que, para triunfar, debía también tejer redes con otros sectores sociales para que la contienda no quedara limitada a un grupúsculo de militantes, sino que fuera la lucha de todo un pueblo primero contra la tiranía de Batista y luego contra el imperialismo yanqui.
En este sentido, remarcamos el carácter político de Fidel porque, además de ser un revolucionario, también fue un gran conspirador y, como diríamos en estos tiempos, un especialista de la rosca. Fue el mejor de los nuestros. Sin embargo, no utilizó estas aptitudes para administrar inequidades o modificar algo para que nada cambie, tal como ocurre actualmente en nuestro país. La conspiración fue puesta al servicio de realizar la única Revolución Socialista triunfante en América y cambiar de raíz la dependencia estructural de su pueblo ante EEUU.
Nos interesa resaltar este aspecto conspirador de Fidel porque el campo popular, en Argentina, parece estar atrapado en la rosca política sin un propósito superior, sólo para dirimir internas propias y conservar pequeños espacios de poder personal. Se sigue creyendo que, para enfrentar a la ultra-derecha cada día más radicalizada, el mejor camino es el de la “política profesional”, el de rosquear votos en el Congreso y jugar a la democracia burguesa sólo para llegar al gobierno y no poder cambiar nada porque ni siquiera hay un horizonte transformador. Todo ello se demostró impotente para derrotar la avanzada del poder.
Fidel nos demostró todo lo contrario: se puede apostar a la Revolución, a la estrategia política, a la conspiración y a asumir una radicalidad incluso mayor al llegar al gobierno tal como lo hizo al declararse marxista leninista, tras la invasión a Bahía de Cochinos. También nos enseñó que las grandes gestas no se consiguen con el pueblo replegado en su casa, sino siendo protagonista en cada aspecto de la vida política de un país en Revolución ya sea en las brigadas educativas, sanitarias o en las milicias populares.
El continente hoy enfrenta una ofensiva pocas veces vista por parte de EEUU. Ante el declive yanqui en Asia y África, Trump dirige sus esfuerzos hacia América Latina para competir con China. Mientras en Argentina se dio la extorsión imperialista con los bancos, a través de la compra de pesos argentinos por parte de Scott Bessent, la amenaza a Venezuela y Colombia se despliega a través de barcos de guerra. La alternativa norteamericana para la región parece ser palo o zanahoria. Bajo este criterio pueden entenderse los “acuerdos” coloniales firmados por Ecuador, El Salvador, Guatemala y nuestro país.
Gradualmente América Latina comienza a teñirse bajo el color de las barras rojas y las estrellas. Restará ver qué ocurre en las elecciones de Chile y las que se lleven a cabo en 2026 en Brasil y Colombia, pero el panorama luce sombrío para nuestro continente si no se toma noción que, en este momento histórico, la disyuntiva es dependencia o liberación.
Hoy se vuelve imprescindible recuperar el legado de Fidel más allá del bronce. Pensar en Fidel es concebir una nueva estrategia para los tiempos que corren, conspirar todo lo que sea necesario, salirse de la caja de herramientas tradicionales de la política y asumir una audacia acorde al peligro. En suma, se trata de recobrar el deseo de revolución para nuestro país y para la región, teniendo en cuenta nuestras particularidades y el enemigo en común que enfrentamos.
Ser revolucionario es ser creativo; es poner la imaginación al servicio de pensar un país y un continente radicalmente distintos. Como dijo alguna vez, ninguna táctica o estrategia que desuna sería buena porque el objetivo fundamental sigue siendo concebir una humanidad diferente, una solidaridad internacionalista y, para eso, hay que tirar abajo este sistema de explotación. Todo eso nos dice Fidel hoy.