Ayer estuve visitando la casa comunal recientemente inaugurada por el comité de organización del cuadrante nº 3 de Echesortu. El edificio es la vieja estación de tren en la que hasta hace algunos años funcionaba un grupo de titiriteros. El edificio es oblongo y no muy profundo. Aunque por fuera parece una estructura potente, desde la calle al andén no hay más de seis o siete metros, dos de los cuales pertenecen a la vereda. Hay lugar para tres habitaciones, un baño y una cocina común.
Lo que más me impactó al entrar, además de la penumbra y el frío, fue que voló frente a mis ojos, de derecha a izquierda, en mitad de lo que habían amueblado como living y recibidor, una alpargata color verde agua. Pasó tan cerca de mi nariz que vi la etiqueta “Ombu” descolorida nítidamente.
–Hijo de puta, sos un hijo de puta – Gritaba el de la derecha.
–La concha bien de tu madre, forro –Gritaba el de la izquierda.
Los escuchaba insultarse y no los veía, porque me quedé mirando la puesta de sol dibujada tras la puerta que daba a las vías abandonadas.
Me sacó de mi ensimismamiento el topetazo en el hombro izquierdo de un tipo que salía en dirección a la calle. Del lado izquierdo apareció sonriente un muchacho de remera gris, despeinado y con un ojo hinchado.
–Cómo va ¿Sos el de Agitación?
Empezamos a caminar por el recinto y me contó cómo había sido el proceso de llegada a la casa. El miércoles 23 de abril se había llevado adelante una pueblada en el barrio. Varios vecinos, entre ellos bastantes jubilados y estudiantes que vivían en mono ambientes de la zona, tras un largo proceso de reuniones y expansión del proyecto, se convocaron en la Plaza Buratovich. En el playón, frente al Club Echesortu, se armó una mega asamblea ciudadana. Se mocionó ahí mismo un plan de lucha cuya primera medida fue la división del territorio en cuadrantes. Se armó una pestaña de comunidades en WhatsApp con cuatro subcomunidades: una por cada cuadrante. Al día de hoy, hay en total 3000 participantes sumando todos los grupos de WhatsApp.
Mientras me explicaba todo esto, nos hallábamos en uno de los cuartos. Pequeño, casi diminuto. Allí dormía una familia. Con vergüenza me expuso que la familia constaba de dos abuelos, tres niños y tres adultos. Las paredes con humedad. Frío concentrado, una nuez de hielo era la piecita. Cuando pregunté si podía hablar con los inquilinos, me contestó con la cara rejuvenecida que se habían ido al Easy a comprar una maza y unos baldes. Iban a tirar abajo la pared que daba al andén y extenderían la pieza.
–¿No pasarán frío con esa abertura? Por lo menos hasta que hagan la nueva pared –Pregunté.
El chico se me quedó mirando sonriente, y la sonrisa no se le fue una vez fruncido el ceño.
–Tenés razón, no lo había pensado.
A la altura del living, de camino a la cocina, entró el hombre de antes con una garrafa en una mano y una bolsa de tela en la otra, y sin pedir permiso, se metió entre nosotros. A mí me hizo trastabillar y al muchacho de plano lo hizo caer.
Mientras lo ayudaba a levantarse le pregunté quién era y me respondió que era su padre. La convivencia se volvía muy difícil, pues no estaba de acuerdo con la toma.
–¿Y él de qué se encarga?
–Por este mes, de la cocina.
–¿Cómo que por este mes?
–Así es. Cuando se armó la asamblea en la Buratovich y mocionamos venir hasta acá para hacer uso de la estación, decidimos provisionalmente que la mejor manera de administrarla sería con cargos rotativos. Así todos harían todo y no podrían establecer leyes de uso que fuesen a favor de un interés reducido, porque al mes siguiente si alguien con una ley diferente quería cambiarla podría hacerlo. En mayo mi viejo será administrador general de la casa.
–¿Pero qué pasa si se arman consensos entre habitantes de la casa para perjudicar a una minoría?
–Es un armado provisional.
Nos asomamos tras caminar hasta la otra punta de la casa, al cuarto que funcionaba de cocina y comedor. Allí lo vimos: de espalda, cortaba zanahoria, papas y cebollas. En la olla hervían las lentejas.
–¡Genial! –Gritó murmurando mi acompañante.
–¿Por qué?
–Mi comida favorita: guiso de lentejas.
Según me contó, la municipalidad le había cortado tanto suministros de luz, como de agua y gas a la casa. Vivían a base de garrafas, bidones y lámparas de gas. Las pagaban entre todos, o bien con un sofisticado sistema de cancelación de aportes: Su comprabas la garrafa, no comprabas el bidón, si recargabas la lámpara no comprabas la garrafa, y así.
Me acompañó a la salida. Quedamos hablando de trivialidades, pero nos interrumpió una sirena de policía. La noche se dibujaba levemente estrellada en el cielo, la luna amarillenta y la nube itinerante.
Se bajó un oficial y se acercó a mi acompañante. Le empezó a preguntar sus datos e información sobre la casa. El joven hablaba y dubitaba, titubeaba, el pie golpeaba contra la acera a un pulso acelerado. La sorpresa del evento me dejó estático: la sirena me enmudeció y la luz azul me encegueció.
Desde arriba de las escalinatas de la estación, limpiándose las manos con un repasador, apareció el padre. Bajó preguntando a los gritos qué sucedía.
–Disculpame –Arrancó apartando a su hijo – de acá no nos pueden sacar. Yo soy jubilado y cobro la mínima y no llegó a pagar el alquiler donde vivía. Tengo hipertensión y artritis reumatoidea, en el Pami no me dan los medicamentos. Si no estoy acá voy directo a la calle ¿A usted le parece? ¿Usted me va a pagar los caramelitos a mí?
Y el policía, al susurro de un tímido “bueno, bueno”, se subió al auto y se fue por donde había venido. Agarró 9 de julio y se perdió en la lejanía, precedido por un colectivo, un 138, vacío, brillante.