Autoritarismo y Democracia
Si leemos Realismo Capitalista con atención, descubriremos que Fisher hace mención a la democracia al inicio del libro, a través de la película Children Of Men. Fisher nos dice que la distopía de Alfonso Cuarón, perfectamente sintomática del realismo capitalista contemporáneo, tiene el acierto de -a diferencia del libro en el que está basado- no imaginar al gobierno de dicha sociedad como el resultado de un golpe de Estado. En la película -dice Fisher-, Cuarón nos hace creer que el autoritarismo que rige en la sociedad de Children of Men podría haberse implementado en el marco de una estructura política que sigue siendo formalmente democrática1. La publicidad anti inmigrantes del gobierno de Children of Men incitando a los ciudadanos ingleses a denunciar a los “ilegales” da cuenta de un mundo similar al nuestro, en el que el Estado de derecho pareciera seguir rigiendo, otorgándole un marco legal a la caza de inmigrantes. Esta distopía, que suena profundamente desagradable para nosotros, no debería sorprendernos en demasía2. El Estado en Children of Men caza inmigrantes de la misma forma en la que existe un marco legal hoy para la caza de inmigrantes mexicanos que propicia sistemáticamente el gobierno norteamericano, o de la misma forma en que la Unión Europea bloquea la entrada de refugiados a través de acuerdos bilaterales con Turquía. Si se mira en profundidad, las prisiones modernas de las democracias capitalistas son en sí mismas centros de represión y tortura sometidos -parcialmente o no lo suficientemente, contrargumentarían algunos colegas- a la impersonalidad del imperio de la ley.
Esta distinción, no tan desarrollada en la obra fisheriana pero central para nuestro problema, da cuenta de una primera pista: no existe una oposición antagónica entre autoritarismo y democracia en el mismo sentido que no existe un antagonismo entre autoritarismo y Estado de derecho. La democracia capitalista es compatible con altas dosis de autoritarismo, represión, e incluso de genocidio3, como lo demuestra nuestro presente y como lo demuestra la historia del siglo XX.
No obstante, el hecho de que la democracia capitalista pueda compatibilizarse con altas dosis de represión y de autoritarismo parece ser algo que pasa desapercibido para con los nuestros. Si no existe una oposición antagónica entre autoritarismo y democracia, nuestras propias teorías y usos del concepto de “democracia” debieran cambiar. Lo cierto es que en nuestro presente, para las izquierdas/campo popular -e incluso para todo el sentido común político occidental- la democracia parece transformarse en un valor en sí mismo. Vaciada de significados concretos, la democracia se ha transformado en nada y en todo al mismo tiempo; al igual que “república” o “libertad”, la democracia se vuelve cáscara retórica repetida hasta el hartazgo dentro del discurso político contemporáneo. En la arena de la política, solemos autopercibirnos como los democráticos, mientras que le atribuímos a nuestros adversarios el mote de autoritarios. Hacemos política en nombre de la democracia o lo “democrático”, mientras señalamos cómo las políticas de nuestros enemigos hacen “retroceder” la democracia. ¿Es aquella democracia abstracta, enaltecida en sí misma por la disputa política, un equivalente de la democracia capitalista?
Creemos que respecto a esta cuestión, tiene razón Tocqueville cuando señala la necesidad de definir a la democracia. Mientras no especifiquemos a qué nos referimos cuando hablamos de democracia, seguiremos girando en un vacío retórico a través del cual lo más probable es que se nos introduzcan los sentidos comunes del enemigo al que buscamos combatir. Para definir democracia, partimos entonces por un acertado reconocimiento del estado actual de las cosas. La democracia hoy realmente existente no es un valor en sí mismo ni tampoco el gobierno del demos/pueblo o nuestra concepción de lo que la democracia debiera ser; por el contrario, la democracia moderna es la democracia capitalista. Dicho con un poco más de presente, tal vez la democracia no sea algo que hay que defender contra Milei, sino que sea el régimen político que nos vomitó a Milei encima.
Las izquierdas demostraron históricamente un mayor interés en contraponerle a la democracia capitalista su propia concepción de “tipo de democracia” que en comprender en profundidad la lógica y el funcionamiento de la democracia capitalista. Pero este desinterés por la democracia en tanto régimen político ha mutado en nuestro tiempo hacia escenarios todavía más preocupantes. Hoy día, la discusión sobre una alternativa democrática a la democracia dentro de las izquierdas ha incluso retrocedido hasta una identificación de buena parte de las izquierdas con la democracia capitalista. Buena parte de la izquierda latinoamericana -y buena parte de las izquierdas a nivel internacional- considera que la democracia capitalista es un elemento progresivo que hay que defender contra las derechas y/o disputar para el campo de las izquierdas. Esto es así -razona esta izquierda- tanto porque la democracia permite y habilita ciertos grados de (auto)organización política como también porque obliga a las derechas a una moderación de su “autoritarismo”. Creemos que esto da cuenta de un tipo específico de realismo capitalista: el realismo democrático. Pero vayamos por partes.
Sobre la necesidad de una construcción de las izquierdas de una alternativa a la democracia capitalista, creemos que la operación de construir un propio concepto de democracia es válido e interesante en el largo plazo. Las izquierdas tenemos mucho que recuperar de aquella tradición que nace en la democracia ateniense; eventualmente será necesario reconstituir las conexiones entre el concepto de democracia y nuestro propio campo político, pero para poder reconstituir otro concepto de democracia debemos antes filtrar mediante la crítica todo sentido común del capital. Si Fisher nos enseña algo es que son nuestros propios puntos ciegos las aperturas por las que el capital en tanto “cosa sin nombre” amorfa y totalizante se ve habilitado a insertarse y a operar dentro y a través de nosotros. En definitiva, para la construcción de un propio concepto de democracia, se vuelve necesario criticar a la democracia capitalista en vistas a la construcción de una democracia postcapitalista.
Sobre la identificación actual de las izquierdas para con la democracia capitalista, creemos que dicha identificación es el resultado de la operación que el realismo capitalista realiza sobre nuestras propias concepciones teórico estratégicas. Si se quiere, el objetivo más inmediato de nuestra intervención es romper o poner en tela de juicio esa identificación que hoy existe entre las izquierdas y la democracia capitalista, creemos necesariamente imperioso salir del realismo democrático; esto es, la incapacidad de imaginar por fuera de la democracia capitalista. Pero antes de entrar en la polémica, creemos conveniente en términos argumentativos dar cuenta de una definición más desarrollada de la democracia capitalista.
La democracia capitalista como régimen político del Estado
En el apartado anterior, mencionamos con cierta generalidad algunos datos empíricos que dan cuenta de por qué democracia y autoritarismo no son términos antagónicos, sino que de hecho son perfectamente coexistentes. Corresponde entonces explicitar qué es lo que hace que la democracia capitalista sea en sí misma un régimen de gobierno autoritario.
Podríamos decir en grandes términos que por democracia capitalista entendemos a la democracia en tanto régimen político del modo de producción capitalista, cuya funcionalidad es estructurar y reproducir las relaciones sociales de dominación políticas.
Este primer elemento, central para cualquier definición de democracia en el capitalismo, es el que se ve diluído por ese supuesto antagonismo entre autoritarismo y democracia. Desde aquí, habría que preguntarse entonces -comenzando metodológicamente por los límites de la democracia capitalista antes que por sus potencialidades- qué es lo que hace que la democracia funcione tan efectivamente como relación social de dominación. Aunque la respuesta a esta pregunta excede ampliamente el espacio disponible, si nos interesa señalar al menos 2 aspectos -sintomáticamente vislumbrables dentro de la obra fisheriana- respecto a cómo la democracia capitalista empalma con la dominación dentro del capitalismo. Estos 2 aspectos que señalaremos dan cuenta de:
En su acepción clásica originaria, la democracia era comprendida como un autogobierno del pueblo; esto es, la democracia borraba en sí misma toda distinción existente entre gobernantes y gobernados. Sin embargo, la democracia representativa termina por completar la ilusión de la representación en tanto no es solamente la autoridad de los gobernantes la que emerge de la comunidad política, sino que también lo hacen los gobernantes mismos. En ese sentido, la democracia -representativa- capitalista empalma a la perfección con la ideología del capitalismo tardío -tan bien trabajada por Fisher- en tanto reproduce la idea de que los individuos son responsables directos de lo que les ocurre. Creemos que nuestras condiciones de vida empeoran o mejoran en función de si votamos “bien” o “mal” debido a que sostenemos la ilusión de que la política que se lleva adelante depende directamente de los resultados del sufragio universal. Esta ilusión de poder se ve constantemente reforzada a través de mecanismos electorales tales como el ballotage. El ballotage, institución que solemos naturalizar como elemento constitutivo de la “democracia”, esconde el hecho de que los candidatos a presidente no surgen directamente del voto popular que elige entre diferentes candidatos, sino que son un subproducto forzado de la ingeniería electoral5. El ballotage se aplica como mecanismo regulatorio cuando ninguno de los candidatos logró constituir lo que la misma constitución considera como una “mayoría popular” legítima (más del 45% de los votos afirmativos o al menos el 40% de los votos con una diferencia porcentual mayor a 10 puntos respecto al principal opositor). La idea de que las miserias a las que se ve sometida la población dependen de la propia población antes que del conjunto de las relaciones sociales es central dentro del -y para el- capitalismo, en tanto invisibiliza la dominación de clase, al mismo tiempo que oculta las relaciones sociales de explotación. Creemos posible afirmar que el capitalismo se siente mucho más cómodo bajo esta formalidad de las relaciones de dominación, siendo estas mucho más sutiles y complejas que la dictadura en tanto régimen político6. Bajo una dictadura, se vuelve mucho más fácil una posible polarización entre gobernantes y gobernados; por el contrario, la democracia capitalista funciona como una desviación macabra del autogobierno en el que “autogobierno” se ve reemplazado por autoinculpación. Voluntarismo mágico + “que votaste pelotudx”.
A lo largo de la historia, la democracia capitalista ha demostrado ser el régimen político más eficiente, si por eficiencia entendemos la capacidad de asimilar, armonizar y jerarquizar los distintos intereses de las fracciones de clase. Las interminables redes que conectan -legal e ilegalmente- el lobby de mineras, petroleras, sectores agroindustriales, sectores empresariales con miembros del poder ejecutivo, legislativo y judicial dan cuenta del proceso a través del cual se conforma un interés general de las clases dominantes a través del Estado. Pensemos en las complicaciones que tendrían las clases dominantes a la hora de conformar un interés general si no contaran con instituciones como el Congreso y el Senado. Tal vez la votación de la ley bases sea, en este sentido, una buena manera de observar de cerca la sala de máquinas de la fábrica del interés general de las clases dominantes.
Es cierto también que en aquellos países en donde existieron bloques de clases dominantes políticamente débiles, con intereses intrínsecamente incongruentes -con bajas probabilidades de éxito a la hora de ser compatibilizados mediante el Estado de derecho- y/o con serias amenazas de organización política por parte de las clases dominadas, la dictadura fue una opción recurrente, particularmente durante la historia del siglo XX. Pueden ubicarse dentro de estos casos buena parte de las naciones latinoamericanas, así como también aquellas pertenecientes a la Europa “meridional” (España, Portugal, Grecia). Pero esta excepcionalidad propia del mundo occidental periférico no anula el hecho de que es dentro del marco de la democracia capitalista donde las clases dominantes resuelven con soltura sus propias contradicciones. Incluso podría decirse -aunque no desarrollaremos esto, dado que excede a nuestro problema- que las transiciones democráticas que ocurrieron en buena parte del mundo occidental periférico fueron también el resultado del agotamiento de las cualidades monolíticas de las dictaduras a la hora de asimilar, armonizar y jerarquizar los intereses de las distintas fracciones de clase, dentro del bloque de clases dominantes.
Son estos 2 aspectos ya desarrollados los que nos permiten comprender que las garantías constitucionales de las democracias capitalistas (elección de los gobernantes, sufragio universal, libertades civiles/ derechos políticos y gobierno del poder ejecutivo por sobre las fuerzas armadas) están garantizadas, siempre y cuando no se vean sustancialmente amenazadas la acumulación de capital y/o las relaciones sociales de dominación y explotación. En caso de verse amenazadas, las democracias capitalistas -con el poder ejecutivo a la cabeza- son perfectamente capaces de suspender parcial o totalmente algunas de las garantías constitucionales.
El “Estado de sitio” es, de hecho, la forma legal a través de la cual un gobierno constitucional puede pasar del Estado de iure (de derecho) al Estado de facto (por hecho). El mismo se encuentra regulado por el artículo 23 de la constitución argentina:
“En caso de conmoción interior o de ataque exterior que pongan en peligro el ejercicio de esta Constitución y de las autoridades creadas por ella, se declarará en estado de sitio la provincia o territorio en donde exista la perturbación del orden, quedando suspensas allí las garantías constitucionales.7”
En los últimos 40 años de democracia, se declaró el Estado de sitio en una sola ocasión, ante los sucesos ocurridos durante el 19 de diciembre del 2001.
Podemos, además, extraer una última conclusión sobre la democracia capitalista, o al menos sobre las democracias capitalistas surgidas durante el último cuarto del siglo XX. En línea con lo que señala Adrian Piva, quien define al neoliberalismo como una forma específica de dominación política estructurada por la coerción del mercado, la desmovilización e individualización de la clase obrera y el disciplinamiento de empresas y personas mediante mecanismos de extensión e intensificación de la competencia, las democracias capitalistas contemporáneas pueden ser pensadas específicamente como democracias neoliberales. Ahora bien, como también señala Piva, cuando los mecanismos de coerción del mercado comienzan a fallar, las garantías constitucionales comienzan paulatinamente a dejar de estar garantizadas.
Hasta aquí trabajamos nuestra propia concepción de democracia capitalista en tanto régimen político estructurante y reproductor de las relaciones sociales de dominación. Veamos ahora la problemática relación entre la izquierda y los mitos democráticos.
La izquierda y los mitos democráticos
Cuando naturalizamos que la democracia es antagónica al autoritarismo, naturalizamos entonces la ilusa concepción democrática del liberalismo. En dicha concepción -que tiene sus orígenes en la ciencia política de los años 80- la democracia es el sistema político que garantiza las libertades civiles y los derechos políticos de los ciudadanos, por lo que en vez de entender a la democracia capitalista como elemento constitutivo de la relación social de dominación o como el régimen político que permite compatibilizar la existencia de clases sociales con intereses sociales enfrentados, se la entiende como el sistema a través del cual se satisfacen las preferencias de los ciudadanos. De hecho, una de las definiciones del concepto más importantes que maneja la ciencia política contemporánea es: -literalmente- “régimen político a través del cual se satisfacen las preferencias de los ciudadanos” (Robert Dahl).
Es sobre esta definición ingenua y buenista -en la que la democracia pareciera estar libre de cualquier tipo de atadura para con el ejercicio del poder de clase y la dominación política- que los liberales construyen los cimientos de su ilusión sobre lo que la democracia capitalista es. No obstante, lo llamativo de nuestro presente está en que hoy día no solamente los liberales se ilusionan con la democracia capitalista y sus “potencialidades”. Al menos desde los años 80 para acá, buena parte de la izquierda -aún cuando critique o ponga parcialmente en duda la ingenuidad de la definición liberal de “democracia”- también comprende a la democracia capitalista como el régimen político desde el cual es posible construir, o al menos darles cauce, a sus imaginarios y objetivos. Es con vistas a esta operación que, en pos de convencerse sobre las bondades de la democracia capitalista y haciendo uso de las ambigüedades del concepto, el realismo democrático le suma una segunda capa a la definición clásica del liberalismo, otorgándole a la democracia la potestad de ser -ellos aquí borran capitalista– el régimen político que garantiza, además de la toma de decisiones por parte de los ciudadanos, inclusión socioeconómica. En esta segunda definición, la democracia capitalista no solamente no tendría nada que ver con el poder de clase y la dominación política; no solamente sería el régimen en el cual gobiernan las preferencias de los ciudadanos, sino que también sería el régimen capaz de amortizar las condiciones de la explotación de clase, o dicho en los términos del realismo democrático, la democracia funcionaría como mecanismo de “inclusión” y ascenso social, igualando las condiciones de vida a través del otorgamiento de derechos. Esta es la definición clásica de un socialdemócrata o de un progresista defensor del ascenso social. Alfonsín es un perfecto -y poco casual- ejemplo: con la democracia se come, se educa, se cura; democracia política (capitalista) es también democracia económica redistributiva.
Muchas figuras de la izquierda de post dictadura argentina, vueltas del exilio y espantadas de -y por- los derroteros de la lucha armada, giraron con Alfonsín hacia esas posiciones: Beatriz Sarlo, Portantiero, etc.
También en Europa, a finales de los años 70, los partidos comunistas europeos más importantes (el PC italiano y el PC francés) giraron hacia el eurocomunismo como estrategia. Fuertemente influenciados por la transición a la democracia de la Europa meridional -especialmente por la trágica transición española-, los partidos comunistas europeos reconfiguraron su estrategia abandonando el clásico modelo revolucionario insurreccional, para pasar a otorgarle a las elecciones y a la democracia un lugar central. Incluso el Trotskismo argentino del viejo MAS -con Nahuel Moreno a la cabeza- hablaba de una primera revolución democrática que daría paso a una segunda revolución socialista.
Las reconfiguraciones que la izquierda occidental experimentó durante los años 80 daban cuenta del nacimiento de esto que como extensión de nuestro marco teórico fisheriano gustamos llamar realismo democrático.
El realismo democrático nacido en los años 80 fue -y es todavía hoy- capaz de generar un fuerte polo de atracción sobre las izquierdas desorientadas de finales del siglo XX y de comienzos del siglo XXI. La reproducción del realismo democrático ocurre a través de un quid pro quo en el que se le otorga a los militantes recientemente incorporados a las filas democráticas la posibilidad de reinterpretar la democracia (capitalista aquí aparece de manera tácita) como ellos quieran. Democracia también es un significante vacío, la cosa sin nombre. Tal vez una de las reinterpretaciones más impactantes dentro de la izquierda de dicho realismo democrático haya sido aquella realizada por Ernesto Laclau y Chantall Mouffe -tampoco casualmente- durante los años 80.
El concepto laclausiano de democracia radical -explicado en términos muy reducidos- concibe al socialismo como una profundización de las “luchas democráticas”, por lo que en el imaginario laclausiano, la democracia capitalista -una vez “radicalizada”- daría paso a una nueva etapa de socialismo, o de su sinónimo: de democracia radical. En síntesis: con Laclau y Mouffe, el socialismo se vuelve alcanzable a través de una extensión, radicalización, profundización de la democracia capitalista. Podría decirse que la democracia radical laclausiana -o la radicalización de la democracia capitalista- busca incluso superar el cruce igualatorio entre democracia política y democracia económica, otorgándole a la democracia movimiento perpetuo: En Laclau y Mouffe ya no hablamos -por supuesto- de la democracia realmente existente como una democracia capitalista, pero hasta el fondo tampoco hablamos de una democracia realmente existente, sino que pasamos a hablar de democratización. Esto significa que deja de comprenderse a la democracia como un régimen político para darle paso a la democratización como un horizonte. Las reivindicaciones socialistas del siglo XX, para Laclau y Mouffe, no son en realidad otra cosa que una especie de momento interior dentro de una -abstracta- gran revolución democrática, por lo que una vez caído el telón del “por afuera” a la democracia, la política de las izquierdas no puede ser otra cosa que el camino hacia una profundización de la democracia realmente existente. La democracia se vuelve entonces, como la utopía: un sueño eterno. Se Camina 2 pasos, y la democracia se aleja 2 pasos. ¿Para qué sirve la democracia? para caminar.
En la teoría laclausiana, el socialismo, concepto desprestigiado, peligroso y obsoleto, se ve reemplazado por democracia, concepto polisémico, aceptable y competitivo. El postmarxismo se vuelve así evidencia empírica de cómo es que el upgrade alfonsinista 2.0 del realismo democrático calaba hondo, incluso a pesar de las fronteras ideológicas.
Sobre lo anterior, y debido a que excede a los problemas de nuestra intervención, discutiremos un solo punto que sumado a la contextualización histórica de la teoría laclausiana, creemos que termina de dejar en claro la imposibilidad de la radicalización de la democracia. En el planteo laclausiano, los conceptos son trabajados como ideas abstractas sin base material. Es decir, se los trabaja haciendo caso omiso de su base material, o se los purifica de sus contenidos concretos a partir de elaboradas genealogías. Esto es lo que les otorga vía libre a sus autores para todos sus refinados juegos de manos. En la teoría laclausiana, no solamente es la sociedad la que no existe y es constituída/construída en/por el discurso, sino que el mismo movimiento se replica también a la sistematización teórica. La filosofía no existe, y es glosada y sistematizada en y por el discurso. La jugada laclausiana se sustenta en disolver dentro de la política a todas las demás esferas de lo social, incluída la del pensamiento. Dicho burdamente, para Laclau y Mouffe se puede ir de democracia capitalista a democracia socialista, por el sencillo hecho de que el concepto de democracia aparece en ambos enunciados. Solamente borrando su carácter de clase, es decir, solamente borrando la palabra “capitalista” de la oración “democracia capitalista”, solamente sumergiéndose sin tapujos dentro de la nebulosa ideológica que la democracia disfruta de habitar es que un concepto histórico puede volverse “significante vacío” en un plano metafísico abstracto. Para lograrlo, se vuelve necesaria una desconexión total entre las ideas y el contenido concreto histórico de dichas ideas; únicamente en estas condiciones es que los conceptos pueden volverse herramientas a ser utilizados por cualquiera.
Por supuesto, si uno lee a Laclau y Mouffe, los autores insistirán en que la democracia radical es más que la ideología del liberalismo y el parlamentarismo, pero las conclusiones que se derivan de la teoría laclausiana habilitan, en términos concretos, confiar en -la profundización de- la democracia capitalista, antes que en criticarla. La crítica que puede enunciarse con la teoría de Laclau bajo el brazo, implica criticar a las democracias actuales por lo que debieran ser, en vez de por lo que realmente son. Esta “crítica” induce a concluir que los horrores de la democracia capitalista que en nuestro angustiante presente (re)experimentamos en primera persona no son el resultado de una “verdadera” democracia, como la que si experimentamos durante durante el ciclo de los gobiernos progresistas en la región. Lo que vivimos hoy entonces se vuelve algo “ajeno” a la democracia. Para los laclausianos, es el accionar de un gobierno que está “destruyendo” o “atacando” la democracia. Pero sostener esto, implicaría sostener que de los últimos 40 años de democracia argentina, solamente podemos limitarnos a considerar como verdaderamente democráticos aquellos transcurridos entre el 2003 y el 2015. Si de los 40 años de democracia sólo podemos rescatar 13 como “verdaderos” o fieles a nuestro concepto de democracia, repetimos: se vuelve necesario revisar nuestros propios conceptos de democracia.
Fue así que buena parte de la izquierda argentina selló su pacto con la democracia en 1983. Negoció su automoderación -el abandono de la lucha armada y del horizonte socialista revolucionario- a cambio de la promesa de las mieles de la democracia: comida, educación, salud, inclusión social. Pero este movimiento tuvo consecuencias concretas sobre las propias potencialidades de la izquierda. La más importante, y la que todavía pagamos hoy, es haber resignado el lugar de la crítica a la moral de la época, para pasar a encarnar la defensa de la moral de la época. En tanto la izquierda se abrazaba a la democracia como valor, también se abrazaba al orden de lo establecido. El realismo democrático daba paso a constituirse como el único horizonte de lo posible, convirtiéndose como realismo constitutivo dentro del propio realismo capitalista, como bien muestra “El Fin de la Historia”. A través de Fukuyama, democracia y capitalismo se volvieron inseparables y se convirtieron en el fin de la historia, es decir, en el fin de todo horizonte de posibilidad.
En nuestro país, las bases de esa promesa democrática hoy se derrumban por el simple hecho de que en los últimos 40 años, no solamente no ha crecido la inclusión social, sino que se ha disparado la pobreza, la miseria y la marginalidad a niveles estrambóticos. Sobre este derrumbe se paran las ultraderechas, quienes han tenido el acierto de darle cauce a su propia crítica de la democracia capitalista. ¿Qué haremos nosotros entonces, desde la izquierda? ¿Seguiremos defendiendo este zombie maloliente? ¿Seguiremos haciendo de cuenta que no apesta?
La triste paradoja de las últimas elecciones fue que, dentro de los núcleos duros politizados, los subjetivamente resignados fueron a votar el rostro progresista del ajuste, mientras que los subjetivamente enojados fueron a votar su rostro más brutal.
Creemos que para salir de la defensiva y colocarnos a la ofensiva, se vuelve necesario desarrollar nuestra propia crítica de la democracia capitalista. Creemos necesario divorciarnos de la democracia capitalista, para volver a encarar una crítica radical sobre lo que nos rodea.
El realismo democrático argentino tiene como fundamento la represión de un trauma intolerable. En Argentina, hay una expresa continuidad entre dictadura y democracia, por ejemplo, en las más de 447 leyes sancionadas durante dictaduras (aproximadamente una de cada 10) que hoy día siguen vigentes. En las antípodas de la épica con la que durante el año pasado muchos de los nuestros se dedicaron a conmemorar orgullosamente estos 40 años de democracia, León Rozitchner escribía en 1986:
“La democracia actual fue abierta desde el terror, no desde el deseo. Es la nuestra, pues, una democracia aterrorizada: surgió de la derrota de una guerra. La ley que nos regula ahora fue una transacción que el más fuerte hizo con el más débil, los militares con el pueblo argentino.”