
Durante 2024 y 2025, una serie de derrotas electorales de fuerzas progresistas y de izquierda en América Latina consolidó un corrimiento regional hacia la derecha y la ultraderecha. Aunque la injerencia de Estados Unidos sigue siendo un factor relevante, los resultados también exponen límites estructurales y políticos de los gobiernos y partidos progresistas, que en varios países no lograron responder a las demandas sociales ni disputar la agenda pública.
El primer golpe se produjo en abril en Ecuador, cuando Revolución Ciudadana, principal fuerza de la izquierda progresista, fue derrotada por el ultraderechista Daniel Noboa. La candidata Luisa González denunció fraude e injerencia de Washington, pero, bajo las reglas de la democracia liberal, la ultraderecha logró imponerse electoralmente.
Un escenario similar se repitió en agosto en Bolivia. Allí, Alianza Popular, encabezada por Andrónico Rodríguez, quedó fuera del ballotaje. La derrota estuvo atravesada por la fragmentación del campo popular: el llamado de Evo Morales a no participar de los comicios y la decisión del MAS-IPSP de competir con candidato propio, pese al fuerte desgaste del gobierno de Luis Arce, terminaron debilitando a la izquierda.
En octubre, Argentina profundizó esta tendencia. Tanto la izquierda marxista como el peronismo y sus aliados en Fuerza Patria, identificados con el progresismo regional, perdieron las elecciones legislativas frente al oficialismo. La victoria de La Libertad Avanza consolidó al espacio de Javier Milei como principal fuerza política del país y amplió su poder parlamentario, en alianza con el PRO, para avanzar en reformas de carácter regresivo.
La secuencia se completó en Honduras, donde Libre, representante de la izquierda progresista, quedó relegado al tercer lugar. Aunque hubo denuncias de injerencia estadounidense, el resultado confirmó la pérdida de capacidad del progresismo para sostenerse en el poder.
Este giro no fue homogéneo. En 2024, Nayib Bukele arrasó en El Salvador, superando por más de dos millones de votos al FMLN, pero la izquierda logró victorias en México, Venezuela —con resultados cuestionables — y Uruguay. En ese marco, la mirada se posa ahora en Colombia, que irá a elecciones en 2026 con el Pacto Histórico como partido único y Iván Cepeda Castro como candidato. Las encuestas anticipan un triunfo ajustado frente a Sergio Fajardo, del espacio centroderechista Dignidad y Compromiso, mientras el gobierno de Gustavo Petro enfrenta crecientes presiones externas y operaciones políticas desde Washington.
Más allá de la injerencia internacional, las derrotas también revelan responsabilidades propias del progresismo. El caso de Chile es ilustrativo. El gobierno de Gabriel Boric no respondió a las demandas surgidas de la revuelta de octubre de 2019. Su sucesora política, Jeannette Jara, llegó a anunciar que renunciaría a su militancia comunista y prometió respetar el “orden democrático”, sin confrontar la agenda de la derecha. La inseguridad y la inmigración, amplificadas por los grandes medios, se impusieron como sentido común, pese a que Chile sigue siendo uno de los países más seguros de la región. La falta de una contranarrativa permitió que José Antonio Kast capitalizara el malestar social y se impusiera electoralmente.
Procesos similares se repitieron en Bolivia, con el desgaste del MAS-IPSP; en Argentina, con el Partido Justicialista; y en El Salvador, con el FMLN. En contraste, MORENA en México logró sostenerse en el poder. La victoria de Claudia Sheinbaum se explicó, incluso según medios opositores, por el cumplimiento de las promesas de la Cuarta Transformación, iniciada por Andrés Manuel López Obrador en 2018, como el aumento del salario mínimo en más de un 150% y la reducción de la jornada laboral.
También Venezuela, con todas sus contradicciones, muestra otro camino: el chavismo logró sostenerse en el gobierno mediante políticas de anclaje popular y escucha de sus bases, a pesar de más de una década de sanciones, amenazas e intentos de desestabilización desde Estados Unidos.
Fuera de los gobiernos, la experiencia argentina del FIT-U aporta otra clave. La izquierda trotskista, si bien no se ha consolidado aún como una gran fuerza nacional, creció en las principales regiones del país no por moderarse, sino por intervenir en las luchas obreras y sociales. Su crecimiento se explica, en parte, por la ausencia del peronismo en esos conflictos y por su disposición a acompañar iniciativas del oficialismo, como el RIGI. Frente a una derecha cada vez más radicalizada, la izquierda enfrenta el desafío de oponer un programa igualmente audaz, desde una perspectiva de clase.
El balance regional deja una conclusión clara: la izquierda no puede limitarse a administrar el orden existente ni a adaptarse para gobernar. Necesita construir una agenda propia, disputar el sentido común y apoyarse en los medios alternativos, los partidos y los sindicatos. Sin una respuesta a las demandas obreras y populares, las derrotas se profundizarán. Recuperar un horizonte socialista como proyecto concreto, y no solo como consigna, aparece hoy como una tarea urgente para revertir el avance de la derecha en América Latina.